domingo, 7 de diciembre de 2008

El desierto

Aún así –sin sonidos ni voces–
algo escuchamos que confirma
nuestra manera insensata de estar vivos:

son las flores del pensamiento
creciendo en su altura, sin descanso,
hacia el fondo insomne de nosotros.

Néstor Mux
En poema “Flores” de Como quiera que sea


Sus ojos voraces se funden en un cielo de azul terso que la ventana generosa deja ver recortado entre barrotes, como invitando a una tregua. Hundida en ese aire de éxtasis solitario, Mabel piensa en su salida y dibuja con palabras una imagen de simpleza conmovedora: “Las calles se me van a hacer anchas”.
Dentro de poco tiempo cruzará por fin “el desierto”. Después de cuatro años volverá a la vida y hará lo que pueda con lo que hicieron de ella. Su existencia-destino persistirá indeleble, inevitable, en un adentro y un afuera definitivos. Con los signos irreversibles de la pobreza tatuados en carne y alma, deberá ocuparse de los diez hijos que la esperan. Mientras tanto, desbordada de ansiedad, incansable, rescata pedazos de la mujer que fue…
En una encantadora mezcla de fábula y realidad, Mabel se concede orgullosa un pasado como bailarina al estilo de la “prostibularia” Betty Boop. Se recuerda (se sueña, se reinventa) como la vampiresa norteamericana de la década del ’30, luciendo ligas y vestidos escotados entre las babas pastosas y el humo ácido de unas noches eternas.
Y cuando las lágrimas negras de su memoria acaban por disolver los trazos débiles que forman la caricatura, se descubre en una postal infame y cotidiana. Sobre una misma mesa, el más pequeño de la familia hace la tarea de la escuela mientras su mamá, enajenada, aspira cocaína. En esa misma mesa, el niño pierde el candor y ella resiste el día.
La cadena perpetua de la marginalidad une a ambos en la basura de un futuro ya hilvanado, que se repite impiadoso hasta el infinito. Sin embargo, todavía y a pesar de todo, en Mabel sobrevive la ilusión.
Sus manos se aferran con fuerza al mate lavado como quien abraza una última esperanza. Mueve lánguidamente la bombilla. Parece ahogarse en el agua apenas tibia donde nadan sin rumbo los palitos de una yerba gastada. Y piensa.
Piensa en Jesús Su Salvación y en Jesús El Otro (un desconocido que le escribe cartas de aliento místico). Piensa en el libro que pretende publicar. En su nieto por nacer y en el varón del medio que “anda fumando paco”. Piensa en sus tres maridos muertos. En la fiesta a la luz de la luna con los amigos del barrio. Piensa en su padre alcohólico, en su madre ausente. Y en el pibe que “la gorra” le mató a su compañera de celda. Piensa en su vieja profesión y en la lucha que se viene. Piensa, incesante. Y dice:
― Quiero volver a escuchar el ladrido de un perro.

Rosaura de Abajo

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