domingo, 7 de diciembre de 2008

La madre

Marcela lleva con esfuerzo una panza de casi nueve meses. Tiene 36 años y espera ansiosa la llegada de su primer hijo. Son grandes las probabilidades de que Jonathan nazca en la ambulancia, rumbo al hospital, ya que las madres que viven en contextos de encierro no son trasladadas a internación hasta el momento en que rompen bolsa.
Cuando eso ocurra, las emociones estallarán en el corazón agitado de Marcela. Después de catorce años de oscuridad, volverá a la calle para dar a luz. Por primera vez en mucho tiempo, la ventana de su habitación le regalará un paisaje distinto. Sentirá otros olores, abrazará otras sábanas, comerá algo más que naranjas y carne picada. Dejará de escuchar, por unos días, el ruido frecuente de las rejas que se abren y se cierran agrietando el aire. Y al regresar, indefectiblemente, su realidad habrá cambiado.
Muerde un durazno de piel fruncida y seca que alguien le pasó desde el patio. Lo muerde y lo mira como perdida en un agobio infinito. Antes de terminar el bocado, con los ojos todavía escrutando la tristeza marrón de la fruta (que es, tal vez, su propia tristeza), Marcela suspira un lamento de resignación:
― Acá lo que falta es esto. Hay veces que te dan antojos y querés comer una banana o una pera, pero acá no conseguís.
Mujer de voz mansa y andar pesado. Mujer destino. Haber cometido un crimen de sangre no es lo único que la convierte en presa respetada dentro del pabellón. Marcela está institucionalizada desde los quince. A esa edad en que la mayoría de las jovencitas todavía juegan a ser princesas, ella conoció las crueldades del desamor y empezó a sufrir los golpes que pronto marcarían el final de su niñez. Las sombras de Minoridad palidecieron sus sueños. Y así, teñida de amargura, condenada al olvido, caminó sin pausa hacia un horizonte inevitable de nostalgia y soledad, hacia esa prolongación absurda de la vida que es la cárcel.
Gira la cabeza lentamente para seguir en toda su finura el hilo brillante que surca el vidrio y dibuja manchas en su cara. Se ve la dureza de un rostro monótono, aletargado, con gesto vacío. Es el rostro del dolor. De un dolor que ya ni siquiera duele, de un dolor cansado, descolorido.
Como brotado de un capullo de candor, un comentario súbito e inesperado sacude el silencio que amodorra en las primeras horas de la tarde:
― Yo quiero escribirle una carta a la Presidenta.

Rosaura de Abajo

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