El olor a guiso y mugre que llena el aire de los pasillos repugna en horas deshabitadas de la mañana. Como en una ceremonia, invariable, el guardia de los primeros hierros no devuelve gentilezas:
― ¡Buen día!
― …
― ¡Gracias!
― …
Su mutismo obstinado exaspera casi tanto como sus ojos que no miran. Si hay algo redimible en la tarea sórdida de ese hombre es, por cierto, su perseverancia. ¡Cómo mantiene disecado, indestructible, su gesto hostil! Parece salido de alguna de las aguafuertes trágicas de Arlt.
Al final del corredor principal, una puerta angosta de chapa despintada. Detrás de ella, Separación. Una covacha hedionda en medio de la inmensa jaula. Ahí transcurren sus días las mujeres acusadas de haber cometido delitos que suelen ser censurados y severamente castigados por el resto de la población carcelaria.
Sandra, es una de las “refugiadas”. La imputación que pesa en su contra es grave y justifica sobradamente el aislamiento. Sin embargo, resulta difícil imaginar que alguien como ella, de cordiales maneras y rostro sereno casi aniñado, pueda ser responsable de causar tremendas vejaciones contra su propia hija.
Una madrugada cualquiera, como muchas, como todas, Sandra despierta llorando. El recuerdo de los que no están siempre atormenta. Las sombras de la culpa nunca dejan de acechar. Y uno la ve, sola, hundida en la profundidad del desamparo, mojada por una tristeza desgarradora, y piensa qué han hecho de ella. De qué crueles bestias fue víctima antes de convertirse ella misma en fiera de semblante angelical.
Entre tanta cavilación inconducente, llega el desayuno, igualmente inservible. Dos ollas enormes de aluminio que las Bichas (perdón, las guardiacárceles) trasladan en un chango “cedido” por algún supermercado, un jarrito que hace las veces de cucharón y una bolsa de papel cargada a media asta de unos panes despojados.
Como hojas muertas que bailan con el viento los días grises del otoño, así de pronto se amontonan en la memoria fotografías de un jardín de infantes ya lejano. Con nombre y apellido bordados en hilos de colores, unos morralitos de tela –más ásperos y menos encantadores que aquéllos de la niñez– traen el pedido de la semana…
― ¡Domínguez!
El grito de la celadora marchita la imagen nostálgica.
Maquinitas de afeitar, tintura para cabello de rojos furiosos y cigarrillos. Esos son los elementos que las presas compran con su peculio mensual de entre siete y veinte pesos. ¿Pero quién es tan necio para juzgarlas por ello? Son unos vergonzosos veinte pesos. Apenas veinte pesos de libertad.
Rosaura de Abajo
domingo, 7 de diciembre de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario